La unión del agua (parte 1)

M. C. Escher


Cuando tenía cuatro años mis padres creyeron que era la edad idónea para que aprendiese a nadar. (Sí, que aprendiese la hija, como aprendió en su momento la hermana, para no tener que aprender ellos. Para que, en caso de catástrofe, fuesen ellos los rescatados y no nosotras.) Yo no sabía ni lo que era el agua. No era una niña estúpida –mi hermana decía que sí, cuando me veía muerta de miedo de camino al polideportivo–, pero con cuatro años no se sabe de la inmensidad de una piscina, de lo terrible del agua. Esa masa transparente, incolora, inodora e insípida, como siempre me decía mi padre, me ha dado siempre un miedo horrible. Por qué y con qué derecho decide alguien juntar tanta inmensidad en tanta ausencia. Las piscinas vacías poblaron mis pesadillas durante toda mi infancia. Siempre era una, recurrente: yo estaba en medio de la piscina, contemplando el vacío, el ladrillo azul, las rayas negras, cuando cuatro torrentes de agua se lanzan contra mí: la piscina se está llenando, no soy un pez, no puedo respirar, no sé nadar. A veces también soñaba que me lanzaba a la piscina desde un trampolín y no había agua. Aunque, desde luego, la más terrible fueron siempre las compuertas que se abrían bajo mis pies –siempre estaba sola en la piscina– y me tragaban junto con todo el agua. 

El agua para mí es un engaño. Mejor dicho: el agua para mí era un engaño.
Hasta que leí a Plath.
Hasta que leí a Woolf.

Con cuatro años una niña no entiende de flotadores: son plásticos que le ponen a una para flotar como una imbécil. Ese primer día de natación, sin embargo, no había flotadores, ni manguitos. Había agua. Mucha. Demasiada. En exceso. Agua que olía rara. Agua que sabría, seguro, asquerosa. Con cuatro años el agua sabía a algo que no era agua: hasta ese día. Ataviada con una braguita azul con dos lazos blancos a cada lado, un gorro de los que tiraban y hacían daño de color azul clarito, mi madre me abandonó a mi suerte a los pies de una escalera que olía ya demasiado a lejía. El monitor, con una coletilla ridicula a modo de adorno cool me recogió y me llevó con el resto de compañeros. Las niñas ganamos en dignidad con cuatro años, cuando hacemos topless por primera vez.

Presentaciones. Nombres. Desespero. Pérdida. Sin sentido. 

El monitor pregunta: ¿Alguno de vosotros sabe mantenerse en el agua?
Dos niñas levantan la mano. Las dos niñas se acercan al bordillo de la piscina. Se tira la primera. Chapucea. Se mueve. Se mantiene. Bien.
La segunda niña acerca los pies al vacío. Siente el agua fría. Tiene un escalofrío. Mira a sus compañeros. Mira al monitor. Se siente traicionada por algo que no alcanza a entender. Pero no llora. Mira al agua. Descubro, con mucho asombro, que esa niña soy yo. Y que será la primera vez que me tire al agua. Y no se nadar. Ni mantenerme. He mentido. He mentido y me va a costar la vida. Voy a morir ahogada. Ahogada. La más terrible de las muertes. (Or so they say.) Horror. El monitor me anima. Cállate, necio, quiero gritarle. No me sale nada. Muevo los dedos gordos de mis pies. Son mis pies. Esto no es una broma. Gana en dignidad, Alba, me dije. Miré al cristal de la cafetería que daba a la piscina. Allí estaba mi madre, con las manos en la boca, conteniendo el aliento. Ya estaba morada. Allí estaba mi hermana, con su sonrisa de niña asquerosa en la boca, esperando que me ahogase, volver a ser hija única, ser aún más hija de puta. Miro al agua. Me veo a mí, desde fuera. Tengo cuatro años y tengo superpoderes. Salto. Chapuceo. Me hundo. Trago agua. Me sacan. Miro a mi hermana, se está riendo. Se regocija en su maldad. Mi madre está de pie, con las manos en la cabeza. Sale a buscarme, lo sé. Mi hermana sigue sentada. Me saluda con la mano. Se ríe. Se ríe a carcajadas.

Mi hermana siempre ha sido esa piscina vacía y el gran chorro de agua fría que me come y ahoga las entrañas.
Mi hermana es un vacío inmenso.

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