Quedarse con lo triste

George Tooker


Mi hermana me dice que soy una persona triste, pero mi hermana no entiende ni de tristeza ni de felicidad. Viviendo la vida como la ha vivido, ya no sabe discernir entre el bien y el mal. Y, ahora que es más aburrida que nunca, más objeto de decoración que nunca, se emplea conmigo a fondo. Se emplea conmigo para destruirme. No soy una persona triste, aunque la melancolía lo sea. No soy una persona feliz, aunque la independencia lo sea. Mi hermana no entiende que sea escritora, o que intente serlo. 

- ¿¡Escritora?! –exclama siempre, siempre exclamando, siempre con la duda tan en la lengua.
- Sí, escritora. ¿Qué pasa? Que tú no tengas profesión no significa que no pueda dedicarme a lo que quiera, ¿verdad?
- Pero escribir no es una profesión, Alba. 

Odio cuando mi hermana pronuncia mi nombre como golpeándolo, tan como un sablazo que no veo venir, recalcando la ironía en mi nombre. A mi hermana le encanta hacer eso, lo aprendió de nuestro padre, otro gallo de corral en lo que a pronunciar nombres se refiere.

"Escribir no es una profesión". Es cierto. Lo es para el periodista. Lo es para el ensayista, para el psicólogo que escribe de autoayuda, para los que escriben una tesis para conseguir el doctorado. Una vez leí que "el verdadero escritor es el que no se atreve a escribir una palabra en su vida". Para el escritor no hay profesión, hay deseo, hay dedicación, hay necesidad. La misma que siento yo después de ver a mi familia, después de soportar a mi hermana. Si no escribo me vuelvo loca. Si no leo, me vuelvo loca. Creo que por eso mi hermana es una necia sin solución: lo máximo que ha llegado a leer, en su totalidad, son las revistas del corazón, o las etiquetas de las botellas de alcohol.

Porque mi hermana es alcohólica. Yo prefiero quedarme con lo triste. 

Triste no es lo único que me llama. Sé que piensa que mi patetismo reside en mi habilidad por pasar por la vida de puntillas, sin hacer mucho ruido.

- A ver dentro de quince años quién se acuerda de ti, hermanita –me dice, y la odio.
Para mi hermana lo importante es hacer mucho ruido, que hablen de ella bien o mal, pero que hablen. Así ha llevado la vida, a trompicones, con más errores, muchísimos más, que aciertos. Y tiene que vengarse. Pasará a la historia como la chica universitaria que más ha bebido y que con más hombres –y mujeres– se ha acostado. Claro que ella no entiende que los escritores no pasamos de puntillas por la vida. No hacemos ruido. Observamos. Memorizamos. Recordamos. En nuestros recuerdos está la base del éxito, el centro mismo de la inspiración. Mi hermana no sabe nada de esto. 

A veces siento vergüenza de mi hermana. Más veces de las que desearía.

Mi hermana ha destrozado vidas con su estruendo. La de mis padres, por ejemplo. La mía. 
Ella tampoco sabe que, como hermana, es un personaje perfecto para un relato, para una novela.

Ella no sabe que mi tercera novela tiene un personaje, que es mujer, que se llama Sara, que es el demonio en persona. Y mucho menos sabe que ella ha sido la inspiración, la terrible inspiración de quien escribe a las tantas de la madrugada, muerta de miedo y muerta de asco, porque su hermana sirve, cin cambiar una coma, sin cambiar ningún aspecto de su personalidad, para encarnar al mal. 

Mi hermana sí que es triste.

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