Desfigurarse viva

Raphael Soyer


Se desternillaba de risa cuando me ponía frente al ordenador y escribía. 
Se desternillaba de risa cuando me ponía frente al ordenador.
Se desternillaba de risa cuando me ponía frente al ordenador
y escondía la cabeza,
muerta de vergüenza,
para no verla, para que no me viese, para no sufrirla, ni destrozarla con la mirada.

Me escondía donde podía, donde me dejaban. Y si no me escondía, escribía, que era lo mismo que ocultarse. En los folios en blanco podía insultarla, matarla, degollarla. Vengarme. Podía ser yo la mala de la película y que no se me juzgase. Ser yo la salvadora de la humanidad. Ser yo la destructora, la malnacida, la hija de puta. 

Y sentir, por una vez, la paz, la tranquilidad. No estar con las manos en alto, las uñas afiladas, la lengua preparada. No estar con el veneno detrás de la puerta, con la zancadilla en el pie, con la familia en la piel. No estar. O mejor: estar sin ella. Saberme única y exclusiva, saberme buena del todo, sin el odio, sin la ira. Saberme. Existirme. Olerme. Vivirme. Y saciarme, si acaso, y demolerme, si otro caso, pero por mis propios problemas, por mi propia existencia en la tierra.

Ahora sólo hay sangre y la gravilla resbala. Entonces también, pero se disimulaba. Los años no disimulan nada, ni esconden. La escritura tampoco. La escritura vomita, se despacha. No permite cuevas, no permite caminos explorados. Tampoco permite que el odio se atasque en las arterias. Pero la permite a ella, mi hermana, que sigue existiendo, que sigue malmetiendo, jodiendo, asqueando.

Se descojona de mí cuando me planto detrás de la pantalla y ella observa cómo escribo, cómo huyo. Y se descojona porque sabe que soy una corredora de fondo que no se despega nunca de la casilla de salida. 
Se descojona de mí porque sabe que ella es todas mis fuerzas.

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